Robert Neville es el protagonista del libro de ciencia ficción-terror "I am legend" (Soy leyenda), escrito por Richard Matheson en 1954. Como había visto la peli poco antes de venirme, cuando vi el libro en el Illini Bookstore a los dos días de llegar aquí, y a muy bajo precio en edición de bolsillo, lo compré inmediatamente entre varios otros, pensando que sería una buena forma de entretenerme durante las primeras noches en mi casa (no podía hacer otra cosa a parte de leer, prácticamente) y una buena manera de aprender vocabulario con un libro ameno y de fácil lectura, como así fue. Pero cuando empecé a leer el libro, salvando las tremendas distancias, claro, no pude dejar de advertir el cierto curioso paralelismo que existía entre la vida del protagonista, condenado a encerrarse en su casa durante la noche por estar rodeado de “vampiros” (el el libro los llaman así sin complejos, aunque en la peli no los nombran directamente), y llevando una vida totalmente solitaria de día. Por eso diré que durante mi primera semana de estar aquí, o durante casi las dos primeras semanas, desarrollé lo que voy a llamar “síndrome Neville”, aunque él tenía sus propios inmejorables motivos para recluirse en su casa de noche y pasar miedo, y yo no tanto. El síndrome desapareció poco a poco y desde hace más de un mes que puedo decir que la fobia a la noche y a la soledad y a los asesinos de Urbana ha desaparecido por completo, y ahora me muevo de noche como pez en el agua por los lugares conocidos (conocidos, eso sí), y puedo llegar a casa de la Universidad a las tantas de la mañana, o salir de mi apartamento una vez ha oscurecido sin mucho problema. Estoy inmunizada contra todo ya.
Pero los primeros días fueron muy diferentes. Todo mi ánimo se concentraba en llegar a mi casa lo antes posible, antes de la puesta de sol a ser posible (lo cual era muy difícil, pero lo intentaba), como si estuviera perseguida literalmente por criaturas de la noche, encerrarme en ella a cal y canto sin atreverme a poner un pie fuera así llegara el Apocalipsis, y empezar a temblar en mi fácilmente asaltable apartamento durante toda la noche esperando a que llegase la mañana siguiente, como quien espera que pase una pesadilla. Y al día siguiente, volver a una ciudad vacía de gente, compartiendo con ellos, los invisibles, mi tremenda soledad. Comprendía demasiado bien a Neville mientras leía el libro, aunque salvando las distancias, insisto, claro.
O sea, y volviendo al tema, hay delincuencia por aquí por más que los más acomodados digan que es una ciudad segura. Sí lo es, sobre todo si vives en tu casa blindada y no pisas la calle ni para sacar el coche de tu garaje... En el campus hay un servicio de alertas al que puedes suscribirte on-line (yo no lo he hecho, que conste, o sea, no estoy tan paranoica como parece), y que te avisan con un SMS a tu móvil de forma inmediata, o eso se supone, de cualquier situación de emergencia como, por ejemplo, “hay un tío loco pegando tiros por el campus” (como hace poco más de un mes en la Universidad del Norte de Illinois, que por cierto el tío, que se suicidó, vivía en esta ciudad y había sido alumno de mi Universidad... Y el año pasado en la Universidad de Virginia, donde un surcoreano mató a más de treinta personas a tiros...), o “se acerca un tornado, ve al sótano”, o “se acaba de denunciar una violación en el campus con un tío de estas características...” etc., etc., etc. Ciertamente, viven muy preocupados por la seguridad aquí. A todos los niveles. Se han dado dos casos de no sé qué tipo de meningitis contagiosa en el campus el mes pasado, y a los pocos días había cartelones por todas partes avisando de esto y aconsejándote que no bebieras ni comieras ni fumaras de ningún vaso, plato, cuchara o cigarrillo que hubiera baboseado antes otra persona. Y que si tenías tales y tales síntomas fueras inmediatamente al servicio médico... Bueno, este tipo de detalles se agradecen, ciertamente. Esto me recuerda a que en el aeropuerto de Chicago, a mi llegada, había cada cinco minutos mensajes por megafonía, en inglés y en español, advirtiendo que “se comunicase cualquier movimiento o persona sospechosa, y que no se tocase ningún bulto abandonado en ninún rincón del aeropuerto... que el nivel de alerta era amarillo...” Lo de los aeropuertos es ya de locura. Creo que los americanos, tan sistemáticos ellos, quieren rodearse a toda costa de la sensación de seguridad, y la mayor parte del tiempo lo logran, o se creen que es así. No soportan la vulnerabilidad o sentir que no tienen el control absoluto de las circunstancias o las situaciones. Yo soy un poco americana en ese sentido.
En fin, ese es el percal. Ese y que cuando llegué aquí había una violación al mes, o un intento de, en el campus (en el campus, o sea, en la zona más transitada...) Sexual assaults. Y los asaltantes, o alguno de ellos, todavía no han sido atrapados. A todo eso únele que, como digo, vivo rodeada de personas pero que no se manifiestan y por lo tanto parecen no existir porque miro por la ventana y no hay un alma nunca... Y, sobre todo, que mi casa es un bajo que puede ser muy fácilmente asaltado. Sólo hace falta que alguien se lo plantee. Veo en el periódico la reseña de asaltos a casas en Urbana-Champaign TODOS los días ¿Por qué los ladrones no vienen a Orchard Downs a robar, si lo estamos pidiendo a gritos? No lo sé. Yo si fuera ladrón, violador o asesino en serie, vendría aquí, a estos apartamentos. Claro que en las casa de los ricos hay muchas más cosas para robar que aquí (en mi casa, pobrecitos, cómo no me robasen el secador de pelo y las pantuflas... bueno, y ahora el portátil, eso sí es verdad. Que por cierto, el robo de portátiles es una de las aficiones preferidas por aquí. Eso y las consolas de videojuegos...) y, si lo que quieres es apuñalar a alguien sólo por el mero placer de apuñalarlo, la verdad, siempre sabe mejor descuartizar a un rico. Como contrapartida, los ricos suelen rodearse de mejores medidas de seguridad, son más difícilmente accesibles.
Bueno, afortunadamente ya he superado el síndrome Neville, aunque las primeras noches estaba atenta a todos los ruidos de mi apartamento, al más mínimo de ellos, que, por cierto, tiene muchísimos porque cruje por todas partes, y me sobresaltaba cada dos por tres. Cuando se pone en marcha la calefacción el apartamento entero tiembla. Al principio siempre había unos segundos de tensión iniciales, tremendos para mí, cuando empezaba a calentarse la caldera, en los que dudaba si era la caldera o si alguien estaba intentando echar la puerta abajo. Contenía un momento la respiración hasta que me daba cuenta de lo que era. No es broma, no sabéis los sustos que me he dado yo aquí en este pisito... Cuántos ruidos de origen indeterminado me han hecho mirar afuera, en la noche, para ver si alguien estaba merodeando por ahí, o mirar por la mirilla de la puerta para cerciorarme de que no había nadie en la escalera... Cuánto he echado de menos mi cuarto piso de Madrid con su puerta acorazada... La puerta de aquí es de risa, vamos. Me imagino al lobo del cuento de los tres cerditos diciendo “y soplaré y soplaré y la casa derribaré...” Para más inri, mis vecinos de arriba caminan con botas de acero de 25 kilos cada una. También al principio, cuando escuchaba sus tremendos ruidos, nunca sabía si eran las botas de acero de 50 kilos caminando arriba, o si un intruso había entrado ya directamente en mi apartamento y estaba caminando por mi propio living mientras derribaba con furia asesina los muebles a su paso. Son sonidos muy similares, tendríais que oírlo. Mis vecinos, con sus botas de acero de 50 kilos... o lo que quiera que se pongan para caminar por su casa, qué no sé qué demonios puede ser... qué simpáticos son. Se las ponen incluso para ir al baño en medio de la noche. Algunas noches les he oído con perfecta nitidez incluso atender con entusiasmo a sus deberes conyugales (son un matrimonio joven, creo). Muy divertido. No nos hemos visto nunca, pero somos íntimos ya. Como contrapartida, creo que les estoy introduciendo a pasos agigantados en la música y el folklore españoles... no sé si conocían a Rocío Jurado antes de que yo aterrizara aquí, pero casi os puedo garantizar que ahora sí la conocen. Les pongo coplas, también, “La bien pagá” es una de las que menos se quejan dando golpes en el suelo, o sea, creo que ésa les debe gustar. Se la pongo con frecuencia a todo volumen, para demostrarles mi sincero aprecio por su alegría en el andar y su desenfadada forma de cambiar los muebles de sitio todos los días, y como justa retribución al intercambio cultural tan particular que estamos teniendo ellos y yo. Al fin y al cabo, han contribuido enormemente a superar mis infundados temores y mi atención neurótica a los ruidos.
Total, que cuando me acostaba por las noches, mirando con aprensión por el resquicio de la ventana a ese solitario parque donde siempre parece que está a punto de cometerse un asesinato, sintiéndome tan vulnerable, en esos momentos en los que no hubiera salido afuera ni por todo el oro del mundo, (igual que Neville), sólo esperaba dormirme lo antes posible y rezaba para que llegara la mañana. Cuando amanecía y me despertaba viendo las primeras luces, daba gracias a Dios y a todos los santos por haber sobrevivido una noche más, con tanto vampiro-psicópata pululando toda la noche en torno a mi apartamento (nunca los vi, pero “sabía” que estaban ahí fuera), pudiendo entrar tan fácil en mi casa, y sin que, una noche más, hubieran logrado o pretendido hacerlo... Ahora ya no es así. Ahora ya se puede venir la casa abajo, que ni me inmuto. Alguna noche he oído voces fuera a muy altas horas, como de borrachos que llegan a las tantas... ni miré a ver quién era ni si traían hachas y sierras eléctricas en las manos para asesinarnos a todos los vecinos.
Me reconfortó enormemente saber que la coreana aquella a la que conocí el día de la ópera de Mozart, tenía exactamente las mismas inquietudes que yo (ella también vive en Orchard Downs, y en un bajo además), y nos reíamos las dos contándonos cómo estos americanos están locos, y el miedo que pasábamos mirando por la ventana por las noches, en medio de esta zona tan solitaria y oscura, sintiéndonos tan vulnerables...
Lo peor, el peor momento de todo el día, durante esas semanas iniciales, era el camino de regreso de la parada de autobús donde me bajaba, hasta llegar a mi casa. Cinco minutos con la adrenalina por las nubes. Porque, claro, por más prisa que me diera por llegar a casa, nunca conseguía hacerlo siendo todavía de día (anochecía muy pronto). Así que cuando me bajaba del bus, a los tres sengundos me encontraba caminando completamente sola. Siempre se bajaban tres ó cuatro personas conmigo, pero parecían volatilizarse, porque a los tres segundos habían desaparecido. Será que el frío nos hacía a todos apretar el paso. No lo sé, pero esos momentos los vivía acojonada, atravesando ese parque completamente solitario en medio de la noche y espiando (me ponías las gafas y todo, porque si no, no veía un pijo, y menos siendo de noche) frenéticamente por si veía sombras o movimientos extraños a mi alrededor o en la lejanía. Y eso, el día que se volatilizaban mis acompañantes. Ha sido peor cuando he coincidido en mi camino con alguien (un negro muy feo, horriblemente feo, para más señas. Te lo encuentras en un callejón oscuro, y salís corriendo todos y cada uno de vosotros, os lo aseguro. Y no es porque sea negro, pobrecito mío, pero os juro que cuando le vi en el autobús pensé “no me lo puedo creer. Mis peores pesadillas hechas persona. Tengo pánico de ese hombre. Por favor, Dios mío, que no se baje en mi parada” Tendríais que haberle visto, no exagero ni un pelo. Por supuesto, por simple y elemental regla de Murphy, se bajó en mi parada. Mira que era difícil que se diera esa coincidencia. Y no sólo eso. Vive al lado de mi casa. O sea, hicimos el camino juntos, como el que dice. Un camino muy animado. Pobre hombre, creo que se dio cuenta del pánico en mi cara. Eché a correr, con la excusa de que llovía a cántaros ese día, al ver que una china empezaba a correr delante de mí, no me corté un pelo y corrí como alma que lleva el diablo, huyendo aparentemente de la lluvia, pero huía de ÉL (un temporal horroroso, no se me olvidará), y creo que él no echó a correr también por no asustarme. No sabéis lo muchísimo que se lo agradecí. El pobre. Se tenía que estar calando. Al día siguiente volvimos a coincidir... y esa vez no llovía, así que no eché a correr... visto que el día anterior no me había hecho nada, el pobre. Pero cuando vi que me seguía hasta la mismísima puerta de mi casa, pensé “esto es ya mucha casualidad, no puede ser... aquí muero. Aquí terminan mis días”. Y, curiosamente, no sentí miedo. Sólo dije “que sea lo que tenga que ser. Si se mete en el portal tras de mí y quiere acuchillarme, pues qué le vamos a hacer. Estoy harta de pasar miedo. Adiós, mundo cruel”. Pero no, resulta que vive en el portal de al lado y, de momento, me ha perdonado la vida. Hubo una semana que coincidí con él todos los días en el bus, y era pura casualidad, porque se montaba tres o cuatro paradas después de que me montase yo. Pero daba igual la hora a la que yo subiera, las 5, las 6, las 7 o las 8... siempre coincidía con él, y, aún creyéndole inofensivo como le creo, cada vez que le veía me recorría un escalofrío por la espalda y pensaba “pobrecito, una cara así te marca la existencia, seguro”. Me extraña que no le hayan contratado para una película de miedo, os juro que yo lo haría. Bueno, a partir de estas cosas creo me tranquilicé enormemente y ya no tengo más miedo.
No se puede vivir con miedo.
Cierto es que se nota mucho la diferencia de gente que pulula por el campus, por ejemplo, a partir de una determinada hora. Por el día todo son estudiantes sonrientes y ajetreados, luminosos en su juventud, pulcros, correctos... OK. Pero cuando se hace de noche empiezan a salir de no sé dónde criaturas pintorescas de todo tipo. No es que sean nada que no haya visto ya en mis 32 años de vida, por supuesto, pero no son estudiantes, de eso estoy segura, y al principio incluso pensaba que no encajaban demasiado en una ciudad de provincias como ésta, tan aparentemente pequeña y apacible (aunque mi imagen de la ciudad poco a poco va cambiando). Gente con malas pintas, o ligeramente bebidos, un tanto inquietantes, o que te miran de forma rara, con mirada huidiza o persistente. Personas que parecen estar buscando algo... Aunque de momento, la persona más extraña que se me ha acercado para hablar conmigo fue un hombre de mediana edad, que parecía ligeramente achispado, que me preguntó en la parada del autobús frente al curro que si tenía un cigarrillo (estábamos ambos rodeados de gente y no tuve sensación de peligro en ningún momento, claro) Le di uno de mil amores porque además me daba buen rollo, no sé por qué, y, para mi tremenda sorpresa y regocijo, porque todo lo surrealista me encanta, se sacó inmediatamente del bolsillo y me ofreció sonriente dos huevos duros (os lo juro) a cambio de mi cigarro. Me eché a reír y le dije que no era necesario. Tal vez la próxima vez, si tengo hambre.
Pues eso, lo dicho, que superado mi miedo y acostumbrada a todo esto con tanta rapidez durante las dos primeras semanas, y empezando a creer que es probable que sobreviva a los asesinos en serie y a los tornados y a todo lo demás, creo que no exagero si digo que me he convertido en auténtica leyenda... ;-)